Isabel de Samper

Siguiendo con mi tradición de recordar a la gente que se nos va (eso cuando las palabras me lo permiten), me gustaría escribir un pequeño recordatorio para Isabel de Samper, también porque se que Jara me lo agradecerá, y ya sabéis que a las chicas con barriga hay que hacerles regalitos.
Isabel de Samper era una de mis personas favoritas en Bailo, y para ser una de las personas favoritas de una niña de ocho años en Bailo es muy fácil, solo hace falta hacer dos cosas: 1)sonreír siempre siempre siempre; 2) guardar barquillos en una caja de metal en una vieja alacena y darle un barquillo a la niña cuando la vieras.
Cuando éramos pequeñas Jara y yo siempre íbamos de ronda por todas las casas de Bailo. Teníamos varias excusas pero las dos mejores eran: ‘La iguala’ que era un pago que todas las casas tenían que hacer ¿al médico? No me acuerdo bien porque, pero me acuerdo que teníamos que ir con unas cartulinas amarillas y dar un recorte en cada casa. Seguro que Jara se acuerda de esto mejor. La otra excusa excelente era la hoja parroquial, ya sabéis, esa hoja con las últimas noticias de la casa del Señor, que Jara y yo voluntariosas, repartíamos por todo el pueblo. Luego también íbamos de casa en casa para San Nicolás y a veces para Carnaval, y por supuesto para la ronda de las fiestas, pero en esas ocasiones íbamos en grupo y no era lo mismo.
Porque cuando Jara y yo íbamos solas había dos cosas muy excitantes: 1)entrar a las casas de otra gente, y asomarse, por esa ventanita, a sus vidas, cosa que para dos monstruos curiosos como nosotras era más que necesario; 2)conseguir pequeños regalitos, en la forma de caramelos o galletas. Claro que no todas las casas eran iguales. En las más, no te daban nada. En otras, había que aguantar un rollo tan largo, tan largo, que Jara y yo teníamos que idear planes para irnos lo más aprisa posible. Pero en la puerta que nunca nos dábamos prisa era en la de Isabel de Samper.
Isabel era una mujer pequeñita pequeñita… desde que me acuerdo yo era más alta que ella. Su cara estaba surcada por millones de arrugas, y tenía el pelo muy blanco y muy fino. Así que tan pequeñita y tan arrugada estaba que parecía tener millones de años y saber muchas cosas. Yo no sé si sabía muchas cosas, porque no me acuerdo de que hablábamos con ella. Me acuerdo que yo siempre pensaba que Isabel estaba casada con Pablo, pero luego me enteré que en realidad eran hermanos. Hermanos que se querían mucho porque habían vivido juntos muchos muchos años y los dos tenían tantas arrugas que parecía que su cara iba a desaparecer detrás de ellas.
Isabel también tenía los ojos claros, pero muy pequeñitos, como un pequeño ratoncito de ojos azules. En realidad no eran tan pequeños, sino que los escondía detrás de lo que comúnmente se llama ‘gafas de culo de vaso’ (perdonen la grosería en este post, pero es que es lo más descriptivo que se me ocurre). El caso es que Isabel escondía sus ojos detrás de estas gafas y por eso se veían tan pequeñitos.
Cuando íbamos a casa de Isabel su patio olía a piedra húmeda y a veces también olía a estofado de ternera. En realidad, ahora que lo pienso, su casa olía como si hiciéramos cordero al horno debajo de las rocas de San Juan de la Peña. Su casa olía como huelen muchas casas de Bailo, donde la vida no ha parado y en sus piedras se recoge todo lo nuevo y todo lo viejo, y todo se mezcla hasta que nos parece que todo sigue igual. Así era el olor de casa Samper – del palacio Samper como le dicen – con su doble ventana y su patio empedrado.
Isabel siempre nos invitaba a subir a la cocina. Allí nos firmaba la iguala, o nos pagaba, o lo que tuviéramos que hacer, y nos sonreía todo el rato, enseñándonos sus arrugas y sus ojos pequeñitos. Y luego decía ‘esperad un momentito’, y yo la veía desaparecerse por el pasillo oscuro, y abrir una vieja alacena, y yo ya sonreía porque sabía que allí se guardaban los barquillos. A veces espiaba desde la puerta de la cocina, y la veía estirarse, alargando la mano para coger la caja metálica. Y luego venía hasta la cocina con la caja metálica de barquillos ‘Cuétara’, barquillos como los que te ponen en los helados. Y no nos daba uno sino que nos dejaba cogernos más si queríamos. Y si queríamos más, metía las manos temblorosas en la caja y de allí salían siempre más barquillos. Cuando te daba el barquillo le podías tocar la mano, que era quizá la parte más grande de su cuerpo, con esos dedos largos y huesudos. Isabel tenía la piel muy fina, como se le ponen a la gente con los años, como si sus manos estuvieran recubiertas de celofán. Y de ahí nos íbamos tan contentas, probablemente a casa cabalero o que se yo.
Ya nunca más vi a Isabel de Samper desde que se la llevaron con su hermano Pablo, pero me pregunto si cuando murió, hace un par de semanas, si cuando murió aún tenía más arrugas y sus ojos aun eran más pequeños y sus manos aún más finas y su sonrisa aún más acogedora.

2 comments:

Anónimo dijo...

Yo no oculto mi sorpresa por la muerte de Isabeleta un recuerdo. Lur

Anónimo dijo...

En el momento que Natalia me llamó y me dijo qus Isabel de Samper habia muerto me vino a la memoria cada una de tus palabras de este post. Me dio mucha pena pero en realidad creia que habia muerto hace años...
Cómo la queríamos! Cada vez que me como un higo me acuerdo de ella, no te acuerdas de los platos de duralez transparentes esos con los bordes ondulados que nos sacaba llenos de higos?
Muchos besos allá donde esté.